Lloraba cuando la tocaba. A veces su sabor era suave y otras veces fuerte. Su textura era delicada y sus colores oscuro, por fuera con una piel fina y dorada, y blanca y reluciente por dentro. Sus grandes y finas hojas del principio se convertían en pequeñas pero recias en su interior. Retirar las primeras era fácil, prácticamente salían solas, pero las del final costaban más. Era un complemento esencial para la cocina y su uso era diario.
Un día Carlota, mientras deshojaba una cebolla y elaboraba un sofrito para la salsa de sus albóndigas, pensó que su vida tenía mucho que ver con una cebolla. Cada hoja era un recuerdo, una vivencia que iba retirando y si en las primeras apenas notaba nada, a medida que iba avanzando comenzaba a notar un intenso picor en los ojos que le hacía llorar desconsoladamente.
Cada hoja era una relación fallida, una decepción en el camino, un volver a empezar y levantarse del suelo.
La cebolla iba haciéndose cada vez más pequeña y su lloros más intensos hasta que llegó al corazón de la cebolla, tierna, resistente y de un blanco brillante e intenso. Los sucedáneos del amor verdadero habían ido pasando en cada fina hoja, pero al corazón puro y consistente no había llegado. Para alcanzarlo hay que derramar algunas lágrimas, pero solo es cuestión de retirar las hojas que ocultan al verdadero amor.

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