Nadie sabía cómo se llamaban, ni dónde vivía. Su aspecto era desaliñado, pero no del todo desharrapado. Rondaba la media de edad y caminaba con pasos cortos, pero constantes, encorvado y con un cierto aire despistado.
Vivía en un céntrico barrio de Valencia y era conocido por los vecinos como el de la falda de botones.
En cuanto se encontraba con alguien en la calle su primera pregunta era. “oye, oye ¿tienes una falda de botones?”. Aunque le preguntaban para qué quería esa prenda, nunca lo explicaba, lo único que le interesaba era tener una falda de botones.
Lloviera, cayera un sol de justicia o el frío calara sus huesos, el hombre de la falta de botones caminaba por el barrio en busca de su codiciado tesoro. Su vida se limitaba en hacerse con su gran sueño, su único pensamiento era la falda de botones y su necesidad para seguir subsistiendo era poseer unos metros de tela con varios botones. No le importaba la talla, ni el diseño, ni el color, sólo ansiaba poseer una falda de botones.
Sus vecinos le comentaban “¿no te da igual un pantalón? Lo utilizarás más”. Pero él siempre pedía lo mismo y con un débil movimiento de su dedo índice decía “no, no, quiero una falda con botones”.
Aquel hombre tenía una obsesión, pero no menos importante que aquel que se empeña en ganar más dinero, reclamar el amor de alguien o sentir rencor por un enfado. No hay escala en las obsesiones, todas son iguales y con la misma intensidad.
Aquel hombre sin proponérselo iba dando un ejemplo a todos sus vecinos que pensaban que estaban más cuerdos y sus pensamientos eran más interesantes. Quien supo entender su enseñanza comprendió que la vida está repleta de faldas con botones, pensamientos inútiles para unos e imprescindibles para otros, pero al fin y al cabo, sólo pensamientos cuyo valor es el mismo, sólo toman la fuerza que cada uno quiera darle.

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