Arturo era una persona inquieta, le encantaba el fútbol pero se desesperaba por ver quién era el ganador, le apasionaba el cine de acción, pero se ponía de los nervios y llegaba a tomarse una bolsa gigante de palomitas en el cine sin pestañear. Solía tener varios libros empezados y era muy habitual que acabara saltándose varias páginas para ver el final. Arturo era todo nervio y su obsesión era llegar al final de las cosas.
Una amiga le recomendó practicar yoga, remedio para encontrar la calma y equilibrar su organismo. Pensaba que sería un aburrimiento y acabaría abandonando la clase a mitad. Comenzó un lunes sin ganas y la primera clase le pareció curiosa, por primera vez había estado sólo pensando en las posturas, el saludo al sol, el gato, las respiraciones o la meditación y en definitiva había conseguido concentrarse durante una hora sin pensar en el pasado y en el futuro. Conseguía estar en el momento presente y no había nada más ahí fuera.
Poco a poco fue relajándose y ya no necesitaba ver el final del partido para disfrutarlo, podía ver una película en el cine con su novia y las palomitas acababan en el asiento de al lado. Descubrió lo agradable que era avanzar noche tras noche entre las páginas de su libro y empezó a conocer la gran ventaja de vivir intensamente cada un instante.

Arturo aprendió que el final de una película no era el objetivo de un cinéfilo, sino el disfrutar del argumento, la música, la interpretación de los actores y su dirección. Si el cinéfilo había encontrado la esencia de su afición, Arturo había encontrado el secreto para disfrutar de la vida, paso a paso, momento a momento.

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