David vivía en el mismo lugar desde hacía ocho años. Su habitación era soleada, amplios ventanales y una cama muy confortable. Era muy querido y cada día venían muchas personas a verlo. Su madre se pasaba por las mañanas. Siempre llegaba a la misma hora, le contaba los cotilleos de sus vecinas y los enfados con su padre. Aseguraba que si fuera más joven lo abandonaría. Se sentía muy sola y estaba agotada de depender de la gente.
Su hermana todavía no sabía qué carrera universitaria quería estudiar, iba a verlo los fines de semana y le contaba con el chico con el que salía y los problemas que tenía con sus padres.
Hacía ocho años que él había decidido dejar su relación con su novia, ella también pensaba que era lo mejor, pero de vez en cuando acudía y le recordaba los días que habían pasado juntos y le aseguraba que se sentía perdida y a pesar de que salía con otro chico, no era feliz.
Su amigo Toni había progresado en los últimos años y era directivo en una multinacional informática. Ganaba mucho dinero, pero era muy inseguro y acudía a contarle los problemas con sus clientes, el poco tiempo que tenía para disfrutar de su mujer y su mala suerte porque pensaba que ella ya no lo quería.
Se había convertido en un gran confesor y todos acudían para que les escucharan. David nunca les decía nada, pero ellos se sentían cómodos sólo con ir a verlo.
Todos aseguraban estar tristes y desdichados con la vida que llevaban. Sin embargo, él pensaba que no eran conscientes de lo que tenían entre manos. No tenían ni idea de que eran poderosos porque podían manejar su vida como se les antojara, cambiar de rumbo si lo consideraban o cerrar etapas y empezar otras. Eran dueños y señores de su persona y no tenían que depender de una máquina, de vivir en una cama, no poder hablar, ni salir a pasear. Llevaba ocho años en coma y nadie podía saber cómo se sentía. No sabía cuándo se despertaría, saldría de ese sueño profundo o volvería a ser persona. Pero a pesar de su situación todos los días daba las gracias por estar en el mundo.