No toques esto, no corras, no chilles, no, no, no, no… Julio nació oyendo la palabra no. Su madre le educó en el no y sabía que esa palabra era negativa, por tanto nunca la pronunciaba y la olvidó de su vocabulario.
Sus amigos en el colegio le obligaban a jugar a juegos que le desmotivaban, pero nunca se atrevía a decir que no, su madre le compraba la ropa y nunca le gustaba, pero tampoco le decía que no por no disgustarla. Cuando fue haciéndose mayor decidió estudiar Derecho y no Publicidad porque era el deseo de su padre. Aunque le comentó sus deseos creativos, su padre le advirtió que el mundo publicitario era más arriesgado y con menos salidas y acabó haciéndole caso. Conoció a Rosa, un año menor que él, pero muy despierta y con mucha energía. Le gustaba estar con ella aunque muchas veces le agotaba porque era incansable, siempre estaba organizando planes, pero nunca le decía nada por miedo a perderla.
Acabó casándose con Rosa por la iglesia, hubiera preferido en un barco, en medio del mar y que les casara un capitán, una idea que se atrevió a proponerle a Rosa, pero al ver su reacción de asombro acabó cumpliendo con el tradicional ritual. El padre Agustín los casaba en la iglesia de su pueblo y al enlace acudían 150 invitados, un banquete celebrado en un salón con lámparas clásicas de 1.700 lágrimas y servido por camareros que repartían la comida al son de la música.
Trabajaba en un bufete de abogados y su jefe confiaba mucho en él y le encargaba cada vez más trabajo y con casos de lo más variopintos. Aunque se sentía explotado nunca se atrevió a decir no porque pensaba que eso sería su despido inmediato.
Un día mientras veía una flor como se marchitaba pensó. Si al final acabaré como ella pues ¿por qué no voy a vivir el tiempo que me quede como yo lo siento? Dicho y hecho, al día siguiente entró al despacho y le dijo a su jefe “hoy sólo podré hacer un caso, el resto no me da tiempo y si quiero ganarlo sólo me puedo dedicar a uno, las demás horas del día son para mi familia”. Su jefe dudó por unos segundos, intentó pronunciar algún sonido pero decidió callarse. A partir de ese momento, Julio fue tenido en cuenta por su jefe y le comenzó a valorar más.
En casa decidió aplicar la misma norma y le dijo una noche a Rosa, “cariño no voy a ir este verano al mismo apartamento de Benicàssim, me aburre y no me divierte”. Rosa intentó convencerle, pero Julio se mantuvo en su sitio y le dijo “no, cariño, no insistas, yo no voy”. Desde entonces su mujer le comenzó a consultar y a decidir juntos sus planes, Julio ya no era un marido manipulable, era un marido con criterio.
Aquel niño que había olvidado la palabra no, descubrió que tenía un gran uso para vivir feliz como él quería y nunca más tuvo miedo a decir no.