Le encantaba cocinar, era su debilidad. Pasaba horas y horas en la cocina y no le importaba, ese era su reino, disfrutaba innovando y probando combinaciones de aqui y allá. Siempre tenía invitados en casa y su mayor placer era ver los rostros saciados de todos ellos tras degustar una copiosa cena y saborear sus halagos y cumplidos.
Sus manos, dulces y delicadas, eran todo arte. Con ellas podía cocinar lo que se propusiera, tenía el don de conceder un placer pero efímero y, aunque apenas duraba 15 minutos, sus invitados soñaban con ese momento. Tras deleitarse con la velada se despedían de ella con un beso en la mejilla y le agradecían su generosidad. Orgullosa, los emplazaba hasta la semana siguiente y les prometía sorprenderles de nuevo mientras les conducía hasta la puerta.
Era muy ordenada y meticulosa y nunca se iba a la cama antes de recoger la mesa y fregar cuidadosamente cada plato. Le gustaba hacerlo a mano, le relajaba y aseguraba que quedaban más limpios. Uno a uno los iba secando y los colocaba en el armario sin resto alguno del placer ya consumido.
Al día siguiente los mismos platos los volvía a utilizar para probar sus nuevas recetas.
Ella era cocinera, vivía de ofrecer pequeñas pero intensas dosis de felicidad y un día mientras lavaba los platos pensó: “Por muy deliciosa que haya estado la comida, nadie quiere volver a comer al día siguiente en el mismo plato todavía con restos del anterior festín, entonces ¿por qué muchos insisten en empezar nuevas relaciones sentimentales con restos aún de las anteriores?