Morirse de risa

Disfrutaba de la vida, le encantaba reírse y su risa era contagiosa. Tenía 32 años y perdía la cuenta de las veces que se reía al día a carcajada limpia. Su vecino la observaba por la ventana y pensaba que era una exagerada, aseguraba que nada era tan divertido como ella pensaba. Había muchos problemas en la vida y tomárselo a la ligera no era de ser una persona responsable. Rosa no lo podía evitar y la risa era lo que le mantenía viva.
Los niños del barrio eran quienes mejor la entendían, siempre la buscaban para divertirse y le pedían que se riera porque realizaba un sonido muy peculiar, parecido al relincho de un caballo.
Los años pasaban y la joven seguía comportándose igual para desesperación de su vecino Antonio, que incluso le molestaba que nunca estuviera entristecida.
Cuando cumplió los 33 años, Rosa decidió hacer una fiesta de cumpleaños y pidió a todos sus amigos que se disfrazaran para la ocasión. Cada uno de los invitados llegó a la fiesta con disfraces a cual más estrafalario. Pelucas, volantes, bigotes, todos desarrollaron la imaginación al máximo. La llegada de cada invitado le generaba una estruendosa carcajada sin fin, pero cuando apareció Lola, su mejor amiga, fue apoteósico, entró vestida de pato mareado y con una botella de ron en la mano. Rosa se quedó impactada, abrió los ojos como platos y comenzó a reír y a reír sin poder parar.  No había forma de frenar esa cascada de carcajadas y de repente se cayó al suelo y perdió el sentido. Había muerto de un ataque de risa en el día de su cumpleaños.
Cuando se enteró su vecino lo lamentó mucho y pensó “si ya lo decía yo que tanto reír no era bueno”. Un mes después Antonio fallecía al salir de su casa cuando le caía una maceta en la cabeza. Había vivido 30 días más, pero su vida había sido entre preocupación y preocupación, disgustos, críticas y sufrimiento. Rosa murió riendo y con una sonrisa en la boca. Dos formas de vida, dos maneras de vivir y con el mismo final.